Lo contrafactual, término al que recurrimos cuando ante una disyuntiva que se aventura crítica, el resultado cae del lado previsto y nos perdona el escenario alternativo cuyas consecuencias imaginamos muy diferentes a las del acontecimiento fáctico. Con las encuestas bajo sospecha, es obligado desconfiar, y de ahí el alivio cuando lo factual coincide con lo previsto. El euro, que ya todo el mundo sabe que tiene un futuro que exige un enorme esfuerzo de compromiso político para sobrevivir, salva con el resultado de esta primera ronda presidencial francesa, una bola de partido y puede seguir jugando. Proyecto político inconcluso, la política tiene que consolidarlo o la política lo destruirá. Del mismo modo que sociedades democráticas avanzadas han llegado a aceptar, con aparente normalidad, la reaparición de la xenofobia organizada y de la demagogia populista como movimientos políticos con capacidad de alcanzar el gobierno, cada vez es más aceptado que el euro, único elemento que visualiza para los ciudadanos de toda condición el sueño de una Europa sin fronteras, es cada vez menos el tótem irreversible que durante un tiempo se consideró, para ser el elemento en el que seguir anclando ese sueño.
Los ataques sobre el
euro de los populismos radican en el conocimiento cierto de su vulnerabilidad,
acentuada por la desconfianza alemana y por lo frágil del contrapeso francés,
reiterado a lo largo de la historia del euro y en particular con ocasión de la
estrecha victoria del “si” en el referéndum sobre el Tratado de Maastricht en 1992 y con la igualmente estrecha victoria
del “no” que en mayo de 2005 enterró el proyecto de Constitución Europea. Nunca
entendido desde los EE.UU. donde el
concepto de Europa no logra arraigar, y no solo en las estrechas mentes de los
neomercantilistas que habitan en la actual administración republicana, sino en
las mentes supuestamente mejor amuebladas de economistas de derechas y de
izquierdas que pueblan un universo intelectual norteamericano y que cuestionan
el euro, incluso para llegar a considerarlo como una amenaza para el futuro de
Europa. Es lo que defiende en su última obra el nobel Stiglizt, cuyos puntos de vista fueron enfrentados por el que fue Comisario Europeo de Competencia en un
debate que tuvo lugar hace unos meses con ocasión de la presentación de la
obra en Madrid y que sirvió para
poner de manifiesto que las aparentes discrepancias no son tales si se deja
espacio para que la voluntad política cierre las brechas que desde su creación
acompañan al euro. La fatiga por el esfuerzo de cerrarlas es la amenaza para
uno y la tarea pendiente para otro. Contando entre poco y nada con una Administración
norteamericana que entiende el devenir del comercio internacional alejado de
cualquier multilateralismo y centrado en un bilateralismo de corte
mercantilista propio del siglo XIX y que considera los desequilibrios
comerciales entre países como una anomalía grave a corregir, el futuro del euro
es algo exclusivamente europeo, y ha de ser la política europea la que lo salve
o la que lo entierre. Está todavía lejos de sostenerse por sí sola la moneda
europea, que se juega todo en estas elecciones presidenciales francesas.
Llegarán
después otras citas electorales, Italia,
Alemania,… pero es Francia el
contrapeso a una posición alemana remisa a aprovechar su enorme superávit por
cuenta corriente para adoptar el papel de gran locomotora de la demanda agregada
de la eurozona, condenado las expectativas de una parte importante de la
población europea que se aleja a una velocidad preocupante de las posiciones
políticas que han sido la base del progreso europeo que siguió a la IIGM.
Salvada esta bola de partido, lo celebrará el euro, pero el juego continúa.
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