No hace falta profundizar mucho entre los análisis que circulan en medios económicos de reconocido rigor para descubrir que España ha entrado ya en el baile de números y de fechas. Números, en relación con el importe de un hipotético rescate financiero internacional. Fechas, en relación a cuándo cabe esperar que tal hipótesis sea verosímil. ¿Podemos preguntar acerca de la probabilidad del momento? ¿Podemos preguntar sobre sus consecuencias? ¿Podemos preguntar acerca de lo que es exigible al Gobierno para alejar semejante tragedia? ¿Podemos, por último, preguntar si ya hemos llegado tarde para que esté en nuestras manos evitar las consecuencias de semejante humillación? Podemos y debemos.
No tenemos todas las respuestas, pero se hace cada vez más evidente que podemos dibujar algunas. Basta comprobar el nivel alcanzado por los indicadores de alarma. Es suficiente escuchar los llamamientos a la calma y a la confianza que se lanzan desde el Gobierno. Los argumentos comienzan a estar plagados de negaciones. «No somos Grecia, Irlanda o Portugal». «No necesitamos asistencia». «No somos insolventes». Resulta que los argumentos de los que nos provee el Gobierno para poner frente al mensaje que lanzan los mercados y que recogen en sus informes los analistas se resumen en un simple «nosotros no». Más que suficiente para poder responder que sí, que hemos llegado tarde, y que ya no está en nuestras manos conducir el destino inmediato.
Cala, cada vez más profundo, un sentido de urgencia, de intentar acelerar reformas, de demanda de más ambición. Y no viene ya de oscuros y avariciosos especuladores, sino desde el propio gobernador del Banco de España, que ha exigido que se acelere la reforma del sistema financiero y que el Gobierno instrumente «las medidas adecuadas», porque «la Banca española está igual que hace tres meses». El problema es que son demasiadas las cosas que están igual que hace tres meses. La reciente crisis de Gobierno es ya un manifiesto fracaso. Una gran oportunidad perdida. Una más. Las oportunidades se están desgraciadamente agotando y el coste del fracaso está cerca de tener que ser repartido. Y hay un gran responsable: Rodríguez Zapatero.
No tenemos todas las respuestas, pero se hace cada vez más evidente que podemos dibujar algunas. Basta comprobar el nivel alcanzado por los indicadores de alarma. Es suficiente escuchar los llamamientos a la calma y a la confianza que se lanzan desde el Gobierno. Los argumentos comienzan a estar plagados de negaciones. «No somos Grecia, Irlanda o Portugal». «No necesitamos asistencia». «No somos insolventes». Resulta que los argumentos de los que nos provee el Gobierno para poner frente al mensaje que lanzan los mercados y que recogen en sus informes los analistas se resumen en un simple «nosotros no». Más que suficiente para poder responder que sí, que hemos llegado tarde, y que ya no está en nuestras manos conducir el destino inmediato.
Cala, cada vez más profundo, un sentido de urgencia, de intentar acelerar reformas, de demanda de más ambición. Y no viene ya de oscuros y avariciosos especuladores, sino desde el propio gobernador del Banco de España, que ha exigido que se acelere la reforma del sistema financiero y que el Gobierno instrumente «las medidas adecuadas», porque «la Banca española está igual que hace tres meses». El problema es que son demasiadas las cosas que están igual que hace tres meses. La reciente crisis de Gobierno es ya un manifiesto fracaso. Una gran oportunidad perdida. Una más. Las oportunidades se están desgraciadamente agotando y el coste del fracaso está cerca de tener que ser repartido. Y hay un gran responsable: Rodríguez Zapatero.