lunes, 4 de septiembre de 2017

VISITA A LA FUNDACION VICENTE FERRER


Querido Antonio:

Me pones en el reto de escribir unas líneas sobre mis impresiones en la visita que hice el pasado mes de Agosto a la Fundación Vicente Ferrer (FVF) en Anantapur, con la que la Fundación Juan Perán mantiene estrechos lazos de colaboración.  Lo primero que debo de decirte es que cumplí el encargo que tanto tu como Juan me hicisteis unos días antes de iniciar mi viaje, de saludar a Moncho y Anna Ferrer, con los que tuve la posibilidad de dialogar en los días que, y ya te lo anticipo, disfruté como no podía haber imaginado en mi visita a ese remoto lugar del sur de India.

No te voy a hablar del trabajo que hace la FVF. Lo conoces bien, como también lo conocen muchos en el gran equipo de Pikolinos.  Solo recordarlo, me asalta una especie de sentimiento de empalago como el que se satura de merengue hasta no poder más. ¡Es tanto y tan importante lo que hacen!   No puedo separarme de mi faceta de economista, para mostrar mi admiración por la impresión que uno recibe de cómo se gestiona la organización. En muchos momentos de los seis días que conviví con ellos, eran numerosas las veces que me asaltaba el pensamiento de cuánto podría aprender de gestión empresarial de esa admirable gente. Por descontado que también de su enorme grandeza humana envuelta en una todavía más enorme humildad.  Y esa fue mi primera gran lección, lejos de ir allí a enseñar nada, allí te enseñan todo, de todo y en todo momento. El aprendizaje es enorme.  Egoístamente pensaba en mis hijos  y en que, aunque ellos no lo sabrían hasta vivirlo por sí mismos, pocos regalos más importantes podía ofrecerles que regalarles un viaje a la Fundación. 


A esa primera lección, he de sumar otras muchas. Algunas se quedan en lo más íntimo,  pero te confieso que de poco sirvió mi experiencia de muchos años de profesor, de conferenciante, mis muchas horas en estudios de radio y en platós de televisión.  Dirigiéndome a un grupo numeroso de mujeres y algunos de sus hijos, todos ellos sentados en el suelo en una remota aldea al sur de Anantapur, me pudo la emoción, y después de escuchar cómo viven y lo que significa en sus vidas y las de sus hijos lo que hace la Fundación,  y mientras les hablaba de mi admiración por ellas, inútilmente luchaba porque las lágrimas no hiciesen inoportuna presencia.  Digo bien inútilmente.  Un hombre no llora en la India. No, si no ocurre algo grave. Preocupadas, preguntaron a mi interprete de Telugu,  el idioma local que hablan ¡80 millones de personas!  cuál era la causa de mi aparente aflicción. ¡Qué difícil fue explicarles que mi emoción derivaba de mi enorme admiración y de lo insignificante que me sentía frente a aquellas mujeres y aquellos niños de una aldea en la que solo a través de la Fundación podía llegar la esperanza de una vida mejor para los más pobres entre los pobres.  ¡Qué dignidad,  querido Antonio!  Yo habría de estar en el suelo y ellas de píe.  Han pasado solo unos días de mi regreso y todavía con el recuerdo muy fresco, mi emoción era felicidad. Es lo que sentí más veces esos increíbles días, felicidad.  No creas que no me reprocho haber sido incapaz de retener mi emoción, que lo hago, porque pensar que por un instante he podido preocupar a quien nada tiene, nada espera y que inmensamente agradece, me provoca ese reproche.

No voy a hablarte del honor del que fui objeto al inaugurar alguna de las viviendas de las que la Fundación construye a decenas para dar un minúsculo pero digno lugar en el que protegerse a una familia, porque en realidad, la vida ha de hacerse fuera de la vivienda, tan pequeña es.  Electricidad y un ventilador que ayude a soportar las elevadísimas temperaturas, es todo el lujo con el que cuentan.  Ni agua, ni cocina, ni por supuesto algo que pueda llamarse un baño.  Ni siquiera duermen dentro, salvo si son una pareja joven, que entonces los mayores ceden para que lo más íntimo de la relación entre dos seres humanos tenga lugar en la tranquilidad de cuatro paredes. Parece poco, ¿verdad? pero ¡es tanto el cambio!

Tampoco voy a hablarte de los hospitales de la Fundación, donde según me dijo el médico español que dirige el área de neonatología,  nacen más niños que en cualquiera de los dos hospitales de España en que más niños nacen, La Paz en Madrid y otro, cuyo nombre no recuerdo, en Murcia. Curioso descubrir en la India que es un hospital de Murcia donde, junto al complejo hospitalario de la megalópolis madrileña, más niños se traen al mundo en España.  Eso dice mucho de lo que hace la Fundación.  No te hablo tampoco de la ayuda que se presta a niñas, muchas de ellas huérfanas, que son portadoras del virus del VIH, y de cuyos rostros no sale otra cosa que una inmensa sonrisa y ganas de vivir, o de los paralíticos cerebrales que son capaces de competir en actividades en India pero también fuera y llenan orgullosos las vitrinas con los trofeos conseguidos. No te hablo de las escuelas profesionales, de las de niños con discapacidad... No te hablo de como atienden el problema del agua, de los créditos a las mujeres para que compren una vaca o una búfala –animal de carácter- con el que aseguran su supervivencia al margen de que sus maridos fallezcan o las abandonen. ¡Me dejo tantas cosas!

Me pedias unas breves líneas. Ahora me doy cuenta de que aunque he llenado demasiadas, podía muy bien llenar algunas más.   Déjame acabar este breve relato confesando que me he sentido feliz, porque lo que he visto es lo mejor del ser humano, sin saber diferenciar a las claras si la felicidad la proporciona el que ayuda o el que es ayudado.  

Un abrazo y gracias, porque al pedirme este relato, me has hecho revivir lo que sentí en esos inolvidables días de mi visita a la sede de la Fundación Vicente Ferrer en Anantapur.

José Manuel Pazos

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