“De todas las cosas
estúpidas y contraproducentes que uno puede imaginar hacer, la guerra comercial
está al principio de la lista”. Quien así se
pronuncia fue negociador principal de comercio con los japoneses durante la era
Reagan. Las restricciones al comercio
han encontrado siempre rutas alternativas, y si es más caro importar de un
país, -China-, se importa más de
otro -Canadá- sin que el agregado
cambie mucho. La historia de restricciones al comercio tiene muchos ejemplos que
respaldan su ineficacia y es que una cosa es predicar y otra dar trigo.
Entonces, ¿por qué se abre este frente
si todo indica que los costes superan a los beneficios? Las restricciones
impuestas por Bush en 2002 acabaron
por incrementar las importaciones netas vía los países exentos. Los líderes norteamericanos creen que pueden
conseguir que diferentes acuerdos con diferentes países puedan surtir efecto.
Ahora se pretende acordar eximir de arancel a aquellos países aliados que se
comprometan a no exceder el nivel de exportaciones de 2017. El problema es que EE.UU. tiene déficit comercial con 101
países y tratar de tapar todas las grietas de cada negociación es materialmente
imposible. Solo para atender las 6.000 peticiones de exención ya remitidas sobre
los aranceles del acero y aluminio, la administración estima dedicar 24.000
horas de trabajo. Una pérdida de tiempo que solo beneficia a los abogados que
las gestionan.
Esta apariencia de estupidez, difícil de entender, está ocupando ahora el centro del debate,
pero su importancia a largo plazo no llega a la altura del abierto en Davos sobre el interés de EE.UU. en un dólar débil. En descargo de una
administración en apariencia caótica de la que parece disfrutar su
presidente -“…me gusta el caos. Es realmente bueno” afirmaba estos días en medio
del constante relevo de los más altos cargos de su gabinete-, cabría justificar
que pueda estar aplicando en el ámbito del comercio una estrategia denominada “drunken
boxing” caracterizada por la impredictibilidad y que busca el beneficio
en un ataque que coja desorientado al adversario por medio de maniobras
rápidas, confusas e improvisadas. Justo a lo que estamos asistiendo.
Sin embargo, cuando se cuestiona la fortaleza del dólar, se está
atacando un principio esencial de la perdurabilidad del liderazgo
norteamericano construido durante décadas alrededor de la fiabilidad del valor
de su divisa, que le ha permitido vender
cuanto título del Tesoro desease y
financiar así su permanente déficit de ahorro interno sin más requisito que
controlar la inflación. Cuestionar la fortaleza del dólar supone también tratar
de influenciar en su cotización, atacando la política de libre flotación que
los propios norteamericanos han impuesto para obtener el máximo beneficio del patrón dólar y que supone el segundo
gran pilar en el que se sustenta su supremacía económica. Resulta por tanto más
difícil de entender el daño deliberado a lo que representa el dólar como activo
de refugio, y es comprensible que los grandes compradores de títulos
norteamericanos se cuestionen acerca de su tenencia. ¿Beneficio de esta estrategia? Indescifrable
de momento. Por la evolución de los comunicados de G20: (2015) “Reiteramos nuestros importantísimos compromisos sobre
los tipos de cambio y hacer frente al proteccionismo; (2016) combatiremos toda
forma de proteccionismo, y (2018) reconocemos la necesidad de mayor dialogo…”
se ve que estrategia, hay. Indescifrable
es, pero destructiva parece. ¿Reversible? Cada vez menos.
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