lunes, 26 de marzo de 2018

INDESCIFRABLE ES, DESTRUCTIVA PARECE



“De todas las cosas estúpidas y contraproducentes que uno puede imaginar hacer, la guerra comercial está al principio de la lista”. Quien así se pronuncia fue negociador principal de comercio con los japoneses durante la era Reagan. Las restricciones al comercio han encontrado siempre rutas alternativas, y si es más caro importar de un país, -China-, se importa más de otro -Canadá- sin que el agregado cambie mucho. La historia de restricciones al comercio tiene muchos ejemplos que respaldan su ineficacia y es que una cosa es predicar y otra dar trigo. Entonces,  ¿por qué se abre este frente si todo indica que los costes superan a los beneficios? Las restricciones impuestas por Bush en 2002 acabaron por incrementar las importaciones netas vía los países exentos.  Los líderes norteamericanos creen que pueden conseguir que diferentes acuerdos con diferentes países puedan surtir efecto. Ahora se pretende acordar eximir de arancel a aquellos países aliados que se comprometan a no exceder el nivel de exportaciones de 2017. El problema es que EE.UU. tiene déficit comercial con 101 países y tratar de tapar todas las grietas de cada negociación es materialmente imposible. Solo para atender las 6.000 peticiones de exención ya remitidas sobre los aranceles del acero y aluminio, la administración estima dedicar 24.000 horas de trabajo. Una pérdida de tiempo que solo beneficia a los abogados que las gestionan.

Esta apariencia de estupidez, difícil de entender,  está ocupando ahora el centro del debate, pero su importancia a largo plazo no llega a la altura del abierto en Davos sobre el interés de EE.UU. en un dólar débil. En descargo de una administración en apariencia caótica de la que parece disfrutar su presidente  -“…me gusta el caos. Es realmente bueno” afirmaba estos días en medio del constante relevo de los más altos cargos de su gabinete-, cabría justificar que pueda estar aplicando en el ámbito del comercio una estrategia denominada “drunken boxing caracterizada por la impredictibilidad y que busca el beneficio en un ataque que coja desorientado al adversario por medio de maniobras rápidas, confusas e improvisadas. Justo a lo que estamos asistiendo.

Sin embargo, cuando se cuestiona la fortaleza del dólar, se está atacando un principio esencial de la perdurabilidad del liderazgo norteamericano construido durante décadas alrededor de la fiabilidad del valor de su divisa, que le ha permitido  vender cuanto título del Tesoro desease y financiar así su permanente déficit de ahorro interno sin más requisito que controlar la inflación. Cuestionar la fortaleza del dólar supone también tratar de influenciar en su cotización, atacando la política de libre flotación que los propios norteamericanos han impuesto para obtener el máximo beneficio del patrón dólar y que supone el segundo gran pilar en el que se sustenta su supremacía económica. Resulta por tanto más difícil de entender el daño deliberado a lo que representa el dólar como activo de refugio, y es comprensible que los grandes compradores de títulos norteamericanos se cuestionen acerca de su tenencia.  ¿Beneficio de esta estrategia? Indescifrable de momento. Por la evolución de los comunicados de G20: (2015) “Reiteramos nuestros importantísimos compromisos sobre los tipos de cambio y hacer frente al proteccionismo; (2016) combatiremos toda forma de proteccionismo, y (2018) reconocemos la necesidad de mayor dialogo…” se ve que estrategia, hay.  Indescifrable es, pero destructiva parece. ¿Reversible? Cada vez menos. 

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