martes, 27 de septiembre de 2011

DONDE HAY QUE MIRAR


Reconozco que hay temas que no me agradan. Una de las cosas que menos me gusta es cuando tengo que argumentar a favor de temas que no habrían de necesitar defensores.  Mi rechazo procede de  la convicción  de que si hay que defender algo que no precisa defensa es que, en el fondo, los argumentos que hay que combatir son pobres, dirigidos por la manipulación, interesados, y con pretensión de ocultar la verdad o distraer la atención.  No me apetece perder el tiempo discutiendo evidencias, y reconozco que no tengo paciencia para enredarme en debates en los que la manipulación de los conceptos, o la defensa de intereses bastardos, son evidentes. Lo que seguramente me ocurre es que  no tengo madera de héroe, y sospecho que nunca me pondría frente a un público escéptico al que tratar de convencer de que el emperador va desnudo, y desde luego no frente al edecán del emperador que con vehemencia, incluso con amenazas, me describiese los maravillosos bordados de su traje. Definitivamente no soy un héroe.  Sin embargo, y  no sin esfuerzo, he aceptado el encargo de escribir sobre los mercados, sobre su supuesto carácter de nido de víboras  que se alimentan de sangre y sudor humano.  Ayer y hoy de los griegos, pero mañana cabe que también del nuestro.

No recuerdo haber votado nunca a Felipe González, pero sí recuerdo perfectamente qué hacía y con quién estaba cuando, en octubre de 1982,  arrasó en las elecciones generales y  la ilusión que me provocó aquella victoria. Era entonces un estudiante universitario, y no sospechaba que más de una década después aborrecería profundamente aquellos  años de su último mandato empapados de corrupción y manipulación.  Lo señalo así, porque vuelve a gustarme escuchar a Felipe. Su posición le permite decir lo que le de la gana, y  solo a  personajes como Felipe la sociedad escucha y permite hablar sobre desnudeces, que se convierten en titulares, aunque muchas veces, no se haga  precisamente el titular de la parte más interesante de su discurso, sino de la parte que más vende. Por eso a estos personajes, conviene escucharlos en vivo, después leerlos, y por último, muy por último, atender a los titulares que generan.

Hace unos días,  Felipe González acudía a la presentación de un libro de Jose Ignacio Torreblanca sobre la fragmentación del poder en Europa. En plena crisis de deuda soberana, con la reforma constitucional recién aprobada,  y lloviendo torrencialmente sobre nuestras cabezas, Felipe González reconvenía a López Garrido, y nos acusaba como españoles de memoria frágil, y nos recordaba que Europa “no impone nada. No estamos haciendo lo que nos impone Europa,  hacemos lo que queremos hacer, y si lo hacemos es porque creemos que nos conviene, no porque nadie nos lo imponga.   Me gustó escuchar esto, porque de tanto tratar de encontrar culpables sobre los que expiar el dolor social que provoca la crisis,  llega un momento que los acusadores se sienten lo suficientemente valientes para girarse en cualquier dirección levantando el dedo contra aquel que tenga pinta de ser sospechoso. Y los demás, aun conociendo que no puede acusarse a quien hasta hace un instante fue un instrumento útil, se callan y doblando la cerviz, agradecen que la culpa sea de otro. Si de ese otro he sacado provecho mientras las circunstancias lo permitieron y ahora aparece como culpable, mis posibles culpas aparecen así redimidas.

Del mismo modo que González recuerda que estamos donde estamos por Europa, y que si aceptamos lo que aceptamos lo hacemos porque nos conviene y no porque nos lo impongan, lo mismo ocurre con los mercados financieros. No nos gusta la extrema derecha que empieza a dar síntomas de encontrar un espacio en las sociedades avanzadas del norte de Europa, del mismo modo que no nos gusta la política de los filoterroristas del sur, pero, si queremos aceptar que vivimos en una sociedad democrática, tenemos que aceptar que existen disfunciones que, aprovechando las instituciones de las que nos servimos para el progreso económico y social,  generan algunos monstruos a los que solo podemos combatir con la ley, con la razón y el conocimiento.

Las organizaciones complejas como es la sociedad moderna, siguen necesitando de explicaciones sencillas, pero no siempre las explicaciones sencillas son posibles. Los mercados financieros son mecanismos complejos, y los que vivimos en sus inmediaciones sabemos que distan mucho de ser mecanismos perfectos. Y no solo no son perfectos, sino que se parecen muy poco a lo que la sociedad entendería como lugar donde hay un equilibrado reparto de justicia. Los mercados están concebidos para que sean útiles, no justos, y para que contribuyan al desarrollo de la sociedad mediante una adecuada reasignación de riesgos.  Cuanto más compleja y más avanzada es la sociedad, más complejos son también los riesgos que ha de gestionar, y por lo tanto más exigente es con sus mercados financieros.  Estos responden diseñando productos  que  pretenden atender a la demanda de seguridad que exige la sociedad.  Para estimular su creatividad se permiten mecanismos de recompensa, que en situaciones de crecimiento son escasamente cuestionadas, pero que en situaciones de crisis, y en particular en una tan aguda como la que padecemos, son objeto de señalamiento y de acusación, acudiendo en muchos casos a verdades comunes que en poco ayudan a entender lo que nos ocurre y, por lo tanto, nos mantienen alejados de la solución.

No querer entender los mercados va en beneficio del reducido grupo de monstruos que lo habitan.  Son monstruos que se precisan para asumir la parte de riesgos  que otros no están dispuestos a soportar, y su actividad ha de estar estrechamente vigilada y regulada.  La sociedad los precisa para desprenderse de riesgos indeseados, pero al tiempo los teme, porque en el ejercicio de su actividad son capaces de generar un riesgo que va más allá del que absorben y que con esta crisis ha pasado de los libros de texto a la realidad cotidiana, y que conocemos como riesgo sistémico. La actividad de estos monstruos se concentra en una parte pequeña de los mercados financieros, quizá no mayor del 10% del conjunto, pero que tienen una considerable capacidad de generar energía, de modo que llevan a confundir el todo con la parte.  Atienden al requerimiento de fuerzas anticíclicas, que ayuden a garantizar el rendimiento del ahorro en situaciones de adversidad. Nadie quiere que su compañía de seguros, o su fondo de pensiones, o su fondo de inversión se vea arrastrado a incumplir con aquello que comprometen. Para que cada día nuestro sistema de libre mercado funcione, y ofrezca lo que la sociedad le demanda en sus múltiples formas, es necesario que otros se vean estimulados a asumir los riesgos que nosotros no deseamos. Cómo, si no, podríamos comprar o vender valores de cualquier tipo, en cualquier cuantía y en cualquier momento, u obtener rentabilidad de nuestro ahorro para compensar la inflación, o encontrar una compañía dispuesta a asegurarnos de enfermedad, o de vida, o garantizarnos una renta en el caso de  jubilación o de un siniestro de cualquier índole, u ofrecernos un crédito cuando queremos adquirir una vivienda o iniciar un negocio.  Los mercados financieros son el gran supermercado en el que compramos y vendemos cada día, y alguien ha de estar allí para hacer de comprador cuando queremos vender y de vendedor cuando compramos.  Decir que los mercados nos llevan aquí o allá cual peleles, y que son ellos los que imponen lo que la sociedad ha de hacer, es una estupidez, no menor que decir que lo que hacemos se nos impone desde Europa.  La sociedad decide acerca de los mecanismos de los que se dota, y cuando estos mecanismos son complejos, tiene que exigir a sus gobernantes una adecuada regulación, y  ofrecer a sus ciudadanos una adecuada formación.  Si hay algo que nos diferencia para bien de las economías emergentes a las que ahora admiramos, envidiamos y tememos, es que disponemos de mecanismos de seguridad que en gran medida descansan en la tupida red de los mercados financieros. Es algo propio de nuestra sociedad avanzada, y algo de lo que ellos carecen y aspiran a replicar. 

Lo peor que puede ocurrirnos, es que los que nos gobiernan, se acomoden en comprar la mercancía de los falsos profetas que nos advierten de la maldad intrínseca de los mercados financieros, y que lejos de regular para estimular su adecuado funcionamiento, pretendan imponer una “camisa de hormigón” sobre su núcleo más caliente, haciendo ver que con ello, se anulan y corrigen las conductas no deseadas de los monstruos que, en una sociedad avanzada que exige de gestionar sus riesgos, necesariamente han de habitar en los mercados financieros.

Lo que me sorprende de esta crisis es que, a pesar de cómo se sataniza a los mercados financieros, apenas solo los islandeses han puesto el dedo sobre los que por acción u omisión permitieron que los monstruos dominaran el sistema, contaminándolo hasta destruirlo. En ningún otro sitio más.   No son los mercados, son algunos de sus actores, con la complicidad activa o pasiva de los reguladores los que,  movidos por incentivos perversos, los destruyen, arrasando vidas y bienes.Yo,  miraría ahí.

1 comentario:

  1. Pazos, no sabes como me gusta tu articulo. Tiene pinta de qud lo has publicado en algun medio. Por curiosidad, dime donde. Yo tengo la peor opinion de los banqueros, pero entiendo lo que dices. Con todo, m. c.g. en el sistema financiero. Y avisa cuando publicas porque lo haces muy poco. Te estas faciendo un poco vago o que?

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