Si nos
quedamos en lo que ofrece la estadística en cuanto a la evolución de la
economía mundial en general y la norteamericana en particular, nadie diría que
hace un año que la primera potencia mundial está liderada por un presidente al
que muchos consideramos una calamidad. No ha habido recompensa para los
pesimistas y atendiendo a lo visto, tendrán buen cuidado de no repetir el error
en 2018. La economía norteamericana acabará 2017 con un crecimiento del 2.3%
frente al 1.5% de 2016, con una tasa de desempleo del 4.1% (estaba en el 4.8%
hace un año), los salarios creciendo a un ritmo superior al 2.5%, la confianza
de los consumidores al alza, los mercados de renta variable en máximos
históricos, sin signos de una guerra comercial a la vuelta de la esquina y con
una política fiscal expansiva, que aunque con un recorte de impuestos menor del
que se anunció, -pretendía un Impuesto de Sociedades al 15% y se quedó en el
21%- todavía tiene que surtir sus efectos. Al menos el primer año de “la
calamidad” se supera mucho mejor de lo que se esperaba y sobre todo con escasa
agitación en el frente económico. Por fortuna, sus peores propuestas,
particularmente las referidas a la restricción del comercio, no han sido
aplicadas todavía, y ni el acuerdo de libre comercio con México y Canadá ha sido
liquidado, ni las sanciones a China
ni los aranceles con los que amenazaba a productos chinos y mejicanos han sido
impuestos.
Esto no quiere decir que en
otros aspectos sus decisiones sean inocuas y basta recordar el portazo al Acuerdo Transpacífico de Cooperación
Económica (TPP), o su anuncio de retirada de Acuerdo de París sobre el cambio climático, o las decisiones
tomadas en el campo de la inmigración que preludian una regulación muy
restrictiva. Todas ellas son decisiones que afectan a la estructura económica a
medio plazo y limitan el crecimiento potencial, reduciendo por lo tanto la
capacidad de generar recursos siquiera para atender la ingente deuda generada
durante los años de la crisis.
Podría
argumentarse que la fuerte depreciación del dólar del último año es víctima de estos aspectos estructurales,
pero ¿cómo relacionarlo entonces con el hecho de que el mayor índice bursátil
norteamericano, el S&P 500, haya
alcanzado estos días su mayor periodo continuado desde 1929 sin registrar
siquiera una corrección del 5%?; exactamente 395 días, casi los mismos que hace
que supimos quién llegaba a la Casa
Blanca. Difícil argumentar algo así, salvo que queramos considerar que los
mercados de divisas estén habitados por seres excepcionalmente visionarios.
Posiblemente los argumentos para la debilidad del dólar radiquen precisamente
en valoraciones comparables de activos que, en un mercado inundado de dinero
barato, veía como los norteamericanos se volvían particularmente caros en relación
a los europeos, y atraídos por un inesperado y positivo resultado frente a los
pesimistas augurios que pronosticaban las encuestas de las elecciones
celebradas en diversos países europeos en 2017, decidieron que ya bastaba con
asumir el cambio de ciclo en el mercado de bonos norteamericano y que podían
estar más a salvo si en lugar de liquidar bonos americanos y comprar bolsa
americana, aprovechaban la debilidad del euro para comprar la –solo un poco-
más barata bolsa europea. La larga
ausencia de correcciones, también en el mercado de divisas, no es algo que dure
siempre. Y menos cuando quién está por medio es alguien tan complejo como “la
calamidad”. Veremos.
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