Me pones en el reto de escribir unas líneas sobre mis
impresiones en la visita que hice el pasado mes de Agosto a la Fundación Vicente Ferrer (FVF) en Anantapur, con la que la Fundación Juan Perán mantiene
estrechos lazos de colaboración. Lo primero que debo de decirte es que
cumplí el encargo que tanto tu como Juan me hicisteis unos días antes de
iniciar mi viaje, de saludar a Moncho y Anna Ferrer, con
los que tuve la posibilidad de dialogar en los días que, y ya te lo anticipo,
disfruté como no podía haber imaginado en mi visita a ese remoto lugar del sur
de India.
No te voy a hablar del trabajo que hace la FVF. Lo conoces
bien, como también lo conocen muchos en el gran equipo de Pikolinos. Solo
recordarlo, me asalta una especie de sentimiento de empalago como el que se
satura de merengue hasta no poder más. ¡Es tanto y tan importante lo que
hacen! No puedo separarme de mi faceta de economista, para mostrar
mi admiración por la impresión que uno recibe de cómo se gestiona la
organización. En muchos momentos de los seis días que conviví con ellos, eran
numerosas las veces que me asaltaba el pensamiento de cuánto podría aprender de
gestión empresarial de esa admirable gente. Por descontado que también de su
enorme grandeza humana envuelta en una todavía más enorme humildad. Y esa
fue mi primera gran lección, lejos de ir allí a enseñar nada, allí te enseñan
todo, de todo y en todo momento. El aprendizaje es enorme. Egoístamente
pensaba en mis hijos y en que, aunque
ellos no lo sabrían hasta vivirlo por sí mismos, pocos regalos más importantes
podía ofrecerles que regalarles un viaje a la Fundación.
A esa primera lección, he de sumar otras muchas. Algunas se
quedan en lo más íntimo, pero te confieso que de poco sirvió mi
experiencia de muchos años de profesor, de conferenciante, mis muchas horas en
estudios de radio y en platós de televisión. Dirigiéndome a un grupo
numeroso de mujeres y algunos de sus hijos, todos ellos sentados en el suelo en
una remota aldea al sur de Anantapur, me pudo la emoción, y después de escuchar
cómo viven y lo que significa en sus vidas y las de sus hijos lo que hace la
Fundación, y mientras les hablaba de mi admiración por ellas, inútilmente
luchaba porque las lágrimas no hiciesen inoportuna presencia. Digo bien
inútilmente. Un hombre no llora en la India. No, si no ocurre algo grave.
Preocupadas, preguntaron a mi interprete de Telugu, el idioma local que
hablan ¡80 millones de personas! cuál era la causa de mi aparente
aflicción. ¡Qué difícil fue explicarles que mi emoción derivaba de mi enorme
admiración y de lo insignificante que me sentía frente a aquellas mujeres y
aquellos niños de una aldea en la que solo a través de la Fundación podía
llegar la esperanza de una vida mejor para los más pobres entre los pobres. ¡Qué
dignidad, querido Antonio! Yo habría de estar en el suelo y ellas
de píe. Han pasado solo unos días de mi regreso y todavía con el recuerdo
muy fresco, mi emoción era felicidad. Es lo que sentí más veces esos increíbles
días, felicidad. No creas que no me reprocho haber sido incapaz de
retener mi emoción, que lo hago, porque pensar que por un instante he podido
preocupar a quien nada tiene, nada espera y que inmensamente agradece, me
provoca ese reproche.
No voy a hablarte del honor del que fui objeto al inaugurar
alguna de las viviendas de las que la Fundación construye a decenas para dar un
minúsculo pero digno lugar en el que protegerse a una familia, porque en
realidad, la vida ha de hacerse fuera de la vivienda, tan pequeña es.
Electricidad y un ventilador que ayude a soportar las elevadísimas
temperaturas, es todo el lujo con el que cuentan. Ni agua, ni cocina, ni
por supuesto algo que pueda llamarse un baño. Ni siquiera duermen dentro,
salvo si son una pareja joven, que entonces los mayores ceden para que lo más
íntimo de la relación entre dos seres humanos tenga lugar en la tranquilidad de
cuatro paredes. Parece poco, ¿verdad? pero ¡es tanto el cambio!
Tampoco voy a hablarte de los hospitales de la Fundación,
donde según me dijo el médico español que dirige el área de neonatología,
nacen más niños que en cualquiera de los dos hospitales de España en que más
niños nacen, La Paz en Madrid y otro, cuyo
nombre no recuerdo, en Murcia. Curioso descubrir en la India que es un hospital
de Murcia donde, junto al complejo hospitalario de la megalópolis madrileña,
más niños se traen al mundo en España. Eso dice mucho de lo que hace la
Fundación. No te hablo tampoco de la ayuda que se presta a niñas, muchas
de ellas huérfanas, que son portadoras del virus del VIH, y de cuyos rostros no
sale otra cosa que una inmensa sonrisa y ganas de vivir, o de los paralíticos
cerebrales que son capaces de competir en actividades en India pero también
fuera y llenan orgullosos las vitrinas con los trofeos conseguidos. No te hablo
de las escuelas profesionales, de las de niños con discapacidad... No te hablo
de como atienden el problema del agua, de los créditos a las mujeres para que
compren una vaca o una búfala –animal de carácter- con el que aseguran su
supervivencia al margen de que sus maridos fallezcan o las abandonen. ¡Me dejo
tantas cosas!
Me pedias unas breves líneas. Ahora me doy cuenta de que
aunque he llenado demasiadas, podía muy bien llenar algunas más.
Déjame acabar este breve relato confesando que me he sentido feliz,
porque lo que he visto es lo mejor del ser humano, sin saber diferenciar a las
claras si la felicidad la proporciona el que ayuda o el que es ayudado.
José Manuel Pazos
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